Tres testigos guardan
la serena huella del
viajero,
la callada mirada —no lejos
de la noche—
del que torna a beber y se
refleja
en las aguas cristalinas
de otro tiempo.
Agua
que abraza la vida
y la ausencia del que se fue,
dejando huérfano el paisaje
en su curso.
Manantial
que guarda la eternidad del
tiempo
en sus entrañas,
melodía incesante con aroma
a pueblo
y rumor sereno,
vómito de historia
recurrente
en cada piedra.
Abrevadero del viento,
arca de sudor y lágrimas.
Fe heredada.
La fuente, sí,
la fuente,
antigua terma romana,
leyenda de un Rey,
alivio del cuerpo, bálsamo del
alma.
Piedra,
agua
olor a campo,
canto
eterno de cigarra.
Arpa de silencio
que pocas veces calla.
Aquí están sus ojos.
Su pétrea mirada tallada en
el tiempo,
recortando en la luz la silueta
de los ausentes;
pasado y presente, se citan
bajos los nombres,
mientras su lengua de agua
recita el poema infinito
que brota de su garganta.
Recuerda, viajero,
cuando te vayas;
que si ha de morir algún día,
nunca debes olvidarla.