Viajé
a las tierras de Arcadia
con
el paso pequeño de la duda,
la
timidez del poeta
que
nace, huérfano de musas,
con
la mirada henchida en sus bosques,
en
busca de dríadas
recitando
las églogas de Virgilio,
y
abrazar
así el reino de la utopía.
Pero
encontré un valle yermo,
y
emponzoñado el manantial de las ninfas
camino
al olimpo de los elegidos.
Dioses
menores
alzaban
su pluma como dagas hirientes
vomitando
la ira del deshabido,
no
en vano
su
mano infértil traza —en la linde—
el
horizonte del ego.
Bufones
disfrazados juzgando
como
reyes, ávidos de sangre
y
conquistas, escupían
en
los versos livianos del imberbe.
Y
así —un día cualquiera—
divisé
la atalaya de Narciso
en
el promontorio del recelo,
sostenida
por los usureros de la palabra:
No
queda espacio
en
el corazón del viajero, sino
el regreso a la nada amable del (ser) desconocido.
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Friedrich August von Kaulbach |