Existen los ojos perpetuos,
existen,
los suyos, inmortales,
como el rumor del agua
—de esta
fuente—
a través de los siglos.
Existen las sonrisas
infinitas
de algunas personas,
y con el tiempo
—y más, si se llega a
conocerlas—
el corazón se acostumbra a
su abrazo,
como si estuviera lloviendo
eternamente
mientras te mojas en su
mirada.
He muerto —muchas veces—
en el último abrazo,
en la apatía inédita del
beso que fue
fugaz como vuelo de Ícaro,
en esa imprecisa danza de
espinas
atormentadas por la
ausencia.
De nada sirve la vida
si el suspiro carece de un
nombre,
de un instante donde cerrar
los ojos
y recordar (hasta que el tiempo vuelva).
Me calma la sed
el agua de esta fuente, hoy
por ejemplo,
arrulla el poema su flor de
loto
y el trémulo vaivén de las
luciérnagas de cera,
para recordar sus nombres.
San Juan y Erika se funden
en mi lengua,
en la esquirla de estos
versos,
en el negro de esta noche
atemperada.
Así, el suspiro se consuma
y centellean en mi rostro los
vértices de mis cuencas,
porque existen los ojos
perpetuos,
como los suyos:
Inmortales.